miércoles, 20 de mayo de 2015

El Circo

El Museo de Antioquia exhibe en su entrada un gran letrero rojo de rayas amarillas. En el centro dos palabras negras se imponen: “El Circo”. Sí, llegó El Circo de Botero. 32 oleos, 20 dibujos y muchos gorditos deja esta exposición de uno de los artistas más famosos de nuestra ciudad. Pero más allá de las pinturas, hay otro circo rodeando el Museo: la plaza del frente.

“Señoras y señores, damas y caballeros, niños y niñas, bienvenidos sean todos a la función más esperada. Llega para ustedes… ¡El Circo de la Plaza Botero! Les tenemos un gran repertorio: indigentes, vendedores ambulantes, pregoneros, prostitutas, ladrones ¡y mucho mucho más!” Siento en mis oídos esas palabras, pronunciadas por nadie. El panorama deleita a los turistas, que no son pocos. Todos rubios de ojos azules, 1.85 de estatura, pelos enmarañados y cámaras colgando del cuello. Un calor de 35 grados y un partido del Real Madrid de fondo. A la Plaza Botero la decoran cinco pinos y varias esculturas de bronce del artista que da nombre a la plaza. Diariamente la recorren miles de personas que buscan el pan, la cerveza o el bazuco. Personajes que honran la exposición de Botero.
Uno de estos personajes es don Jorge Velasquez. Lleva 25 años en la función de este circo. Diariamente se levanta a las 5 a.m., despacha a sus dos hijos “porque la señora tiene que dormir”, y emprende camino desde su casa ubicada en Manrique Esmeraldas. Don Jorge vende réplicas en madera de las esculturas de Botero, cada una vale $15.000. Lo mismo que paga diariamente de “vacuna”. Dice que cuando no vende nada, “le termina debiendo a las Bacrim”. La violencia golpea a esta zona y a sus vendedores. La violencia hace parte del show.

Si seguimos caminando, más allá de la Plaza se encuentra la Iglesia Veracruz. Bancas de madera llenas de caca de pájaros, mujeres mal vestidas, y tres baños públicos que desprenden un olor nauseabundo. Recuerdo esa tarde y el olor retorna a mi nariz. El olor de la miseria, de la pobreza y el dolor. Llegamos a la Iglesia, punto de encuentro por excelencia de la prostitución en el centro de Medellín. Mujeres de todo tipo, edad e historia. Una señora de unos 60 años exhibe sus piernas en un pequeño vestido rojo. Mira lascivamente, esperando algún cliente que se interese en ella. Algún cliente que le pague con un ala de pollo o una botella de gaseosa. Un cliente que pague la boleta del show. Otra mujer de unos 35 años se acerca, tiene un vestido de color negro que deja su espalda desnuda, habla con un fuerte acento. Cuenta que es de Pereira, que aguantaba mucha hambre en su tierra y que vino a “voliar” a Medellín. Lleva diez días en la ciudad, y ya tocó el fondo. Ya hace parte del grupo de “Las Putas de la Veracruz”. ¿Ven? Esto es todo un circo.

Va cayendo la noche y el circo da paso a nuevas funciones. Los turistas ya se aburrieron con la miseria, ahora cambian de panorama drasticamente y se van de rumba al Poblado. Pero los personajes siguen acá. Los payasos disfrazados de ladrones, los malabaristas que ahora son indigentes. Las contorsionistas que ahora son prostitutas. El Circo de Botero se despide de ustedes.


Flor de Loto

Tiene el cabello tan negro que dudo de sus futuras canas. Y los ojos siempre van tristes, tal vez extraña eso que nunca tuvo. Le gusta el invierno y ver películas, pero su mayor pasión es pintar. Paredes, muros, hojas de papel. Cuerpos y almas. Porque eso hace Martín, pintar almas y despintar la suya.
La ciudad de Buenos Aires lo vio nacer hace 24 años, tiene una hermana pequeña que le da grandes problemas. A diferencia de él, tiene el cabello lleno de rulos y color naranja. También tiene pecas, lo que le da un aspecto muy simpático. Es por eso que Martín la protege tanto. ¿Y esa no es acaso, la tarea del hermano mayor? Bárbara puede estar tranquila, nada le va a pasar.

Hace mucho tiempo descubrió su pasión, el eje de toda su vida: el arte. En el colegio, llenaba las hojas de sus cuadernos y los de sus compañeros de dibujos y bocetos: tribales y calaveras, rayas en todos los sentidos. Rostros, muy bellos pero que nunca sonreían. Sin embargo él siempre llevaba buen carácter. Cuando llegaba el recreo, sacaba de esa mochila azul oscura que siempre traía consigo un sanduche de jamón y queso. Con mucha, muchísima salsa de tomate. “No respeto a aquellos que no les gusta la salsa de tomate”, repetía.

Siempre fue un chico popular, pero amable. No como los rubios de las películas americanas que juegan rugby y sólo se rodean de porristas y más jugadores. No. Martín era distinto, rompía el molde. Era delgado y no muy alto, y jugaba fútbol. Pero en su colegio no había grupo de porristas, y le daba igual hablar con cualquier compañero de su salón de clase. Tenía un grupo de amigos muy particular. Todos tan distintos… Su mejor amiga, Susana, tenía un lindo rostro y soñaba con ser médica. Lloraba fácilmente y era buena en matemáticas. Siempre se reunían a hacer las tareas, pero era más el tiempo que perdían. Ponían música y se quedaban en silencio. O prendían la televisión y miraban cualquier show de la tarde. O se miraban entre ellos… Y entonces nació esa tensión que siempre surge cuando la línea entre la amistad y el amor se cruza.

Martín, confundido, desahogaba sus sentimientos en el papel. Pincel en mano, comenzaba esos trazos sin fin, de muchos colores si estaba de buen humor. O de negros y grises, si la situación lo ameritaba. Pero no era suficiente, el papel no lo llenaba. Necesitaba algo más, necesitaba movimiento. El papel se desintegra con el tiempo, la piel no. Y un día cualquiera llamó a Susana y juntos fueron a comprar una máquina tatuadora. Sí, eso era. Martín el tatuador. Su lienzo era la piel de sus amigos, los lápices de color se convirtieron en tintas. Su cuarto de dibujo se convirtió en un local. Y así empezó su carrera.

Si miran de cerca sus muslos y piernas, verán feas flores y caricaturas tatuadas. Porque así comenzó, tatuándose a sí mismo. Esos errores de principiante lo debían acompañar solo a él. Luego siguió con sus amigos. Luego los clientes. El negocio se expandía. Pero había alguien que no guardaba en su piel una obra de Martín. Y esa era Susana
“Yo no me hago tatuajes, eso duele mucho” repetía Susana. Pero Martín le prometía que no iba a doler. Que le iba a diseñar la más bonita de las flores y que ese iba a ser el regalo de él para ella siempre. Que cada vez que la observara, sería como si el viento la acariciara. Que cada vez que se acercara a ella, iba a percibir su olor. Y entonces Susana se decidió.

Hay algo particular con el tatuaje de Susana, tal vez el amor en silencio de Martín hacia ella fue el que dotó de magia tal tatuaje. Y más que un tatuaje, fue una bella ilustración. Esa tarde, Martín trabajó como nunca. Escucharon juntos las canciones de siempre. Esperaron horas y horas hasta que por fin Martín terminó. Y sus palabras se hicieron realidad: el tatuaje tenía vida propia. La hermosa flor de loto que ahora Susana llevaba en su cuerpo despedía un rico aroma, cada vez que la miraba se movía, como los girasoles frente a la luz del sol. Martín dejó de ser entonces un simple tatuador: ahora era aquél que dotaba de vida sus ilustraciones.


Su fama se expandió por todo Bueno Aires, y es ahora uno de los tatuadores más famosos de Argentina. Cada vez que alguien luce un tatuaje en movimiento, un pez nadando, una mariposa volando a través de una espalda, se sabe de inmediato que es una obra de Martín. Ya hace 6 años que creó su primera y más querida obra: la flor de loto de Susana. Y ella, ¿dónde se encuentra? Se fue del país a estudiar a otra parte. Pero cada día, sale de la ducha y se mira al espejo. Esa flor le sonríe, y con ella Martín.

El Oro y la Oscuridad: La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé

(Este ejercicio está basado en el perfil de Pambelé escrito por Alberto Salcedo Ramos y publicado en Soho. Es un ejercicio de clase y de ninguna manera busca ignorar los créditos de su autor.)

-Oye, Tabaquito, yo creo que estos japoneses me están cambiando el tipo.
Fue la una de las frases más ocurrentes de uno de los personajes más famosos del deporte colombiano, el negro más grande, patrono del nocaut, el que enseñó a los colombianos a ganar, el único, el invencibleeeeee Kid Pambeléeeeeeee.
Nacido en el 23 de diciembre de 1945 en Palenque de San Basilio, y rodeado de pobreza, hambre y miseria, Antonio Cervantes rodeaba las calles de su pueblo lustrando botas y vendiendo cigarrillos de contrabando. En casa, su madre y sus 6 hermanos esperaban el dinero para comprar alimentos. Pero una mañana de 1963, Pambelé decidió optar por el único empleo decente para los negros pobres como él: el boxeo. Tocó la puerta del empresario cartagenero Nelson Aquiles Arrieta, sin preámbulos se presentó y solicitó una oportunidad como boxeador.

En sus inicios, Antonio Cervantes no prometía demasiado. Si bien su larga figura, y su oscura piel daban la impresión de ser el tiquete al éxito de Arrieta, su torpeza en el ring y su falta de experiencia lo llevaban rumbo al fracaso. En sus inicios, nadie daba un peso por “La Amenaza Negra”, apodo con el que Kid Pambelé se inició en el boxeo. Quién lo veía pelear se aburría. Nadie recordaba su rostro o sus peleas. Arrieta, quién vio en Cervantes el futuro del boxeo en Colombia, se avergonzaba de sus ideas, y rellenaba carteleras con él. Pero eso cambió. Y de qué manera.

El éxito llegó a la vida de Kid Pambelé, y con él la fama y la fortuna. Sus fotografías llenaban las primaras planas de los diarios, las reinas y modelos lo besaban y abrazaban. El presidente Andrés Pastrana presumía de su buena amistad con Pambelé. García Márquez le cedía su puesto como el colombiano más importante, y en el periódico El Tiempo conservaban más archivos del campeón mundial de boxeo que de nuestro afamado Nobel de literatura. Pero como toda moneda, la fama también tenía su cara oscura: la droga y el alcohol llegaron para adueñarse del “coloso que le puso dinamita a su propia estatua”.

La vida de Pambelé dio un giro extraordinario, pero fue un giro indeseado, detestable incluso. Un giro que acabó con su carrera, con su familia, con su fama y su fortuna. Pero lo más importante: con su ser. La drogadicción se apoderó de nuestro héroe quién cambió los mejores vinos por la peor de las cervezas, las mujeres más lindas por las prostitutas más baratas, las primeras planas por las notas judiciales. E inició su recorrido hacia la ubicuidad: Pambelé estaba en todas partes y en ninguna. Hoy lo tienes a tu lado sin darte cuenta, mañana te enteras que está a kilómetros. Pambelé vivía y moría, destruyéndose a sí mismo, destruyendo a ese Bolivar que libertó a Colombia del fracaso. Porque bien lo dijo Juan Gossaín: “Antes de él éramos un país de perdedores. Nos consolábamos conjugando el verbo casitriunfar”. Pambelé le dio gloria a nuestro país, renombre y reconocimiento. Su triunfo como campeón mundial el 28 de octubre de 1972 le dio la vuelta al mundo. Su gloria lo elevó por los cielos, y fue un viaje sin regreso, pues Pambelé jamás se recuperó de dicha victoria.

Viajaba en el tiempo, vivía en el pasado. Rememoraba cada una de sus peleas como si las hubiera vivido hace unos minutos. Recuerda las pantalonetas de sus contrincantes, el color del ring, las palabras de la gente, el golpe por derecha, por izquierda, los nocaut. Ese paseo mental de la fama no le permitió volver nunca a la realidad. Pambelé se perdió en su pasado, se ahogó con el vino de las victorias, y se sumió en una resaca permanente. Constantemente buscaba peleas en las calles. Quería demostrarle a los otros y a si mismo que el campeón mundial seguía ahí, vivito y coleando, golpeando con sus puños como astas de helicóptero. La gente ya no lo vanagloriaba, por el contrario se reían de él. ¿En qué se parece Pambelé a los dinosaurios? En que fueron grandes pero ya no existen. Crueles burlas que confirman porque somos el país sin memoria. El país que ensalza a sus héroes para luego olvidarlos y tirarlos en la esquina. Para verlos en la calle y darles la espalda, o susurrar, o darle dinero para que se vaya de la Plaza de Toros y no contamine la función con su presencia.

“El abuelo a veces se porta bien y a veces no”
Carlina Orozco se sienta pensativa. Silenciosa, siempre con un dedo apuntando a sus labios. Desea mencionar lo mínimo posible sobre su esposo, padre de sus tres hijos y huracán que gracias  al licor y la droga destruyó su hogar por tanto tiempo. Porque así fue Pambelé, un huracán destructor que arrasó con todo a su paso, que quebró sillas y televisores, que lanzaba puños y bramidos. Que luego se calmaba, lloraba como un niño, y de paso le sacaba lágrimas a cada uno de los miembros de su familia. Esta pesadilla se vivió en el hogar de los Cervantes Orozco por muchos años, hasta que los niños ya no fueron niños, y se convirtieron en adultos fuertes capaces de atar a su padre a un árbol si la situación así lo merecía.

Pero no siempre fue así. Vuelven al ruedo las dos caras de la moneda. En sus cabales, Pambelé era todo un caballero. Un señor padre y esposo. Que acostaba a dormir a sus niños en la noche, y le daba buenos días a mamá Carlina. Que en sus mejores épocas ayudó a su pueblo, Palenque de San Basilio, y le instaló la electricidad que ningún político prometió jamás. Generoso y buena gente, sonriente el campeón. Pero esa imagen se desvanece, al verlo deambulando por las calles a veces sin zapatos, siempre sin vergüenza.

Bryan tiene ocho años y su cara sudada de jugar. Se acerca con timidez y lanza una frase que sorprende y que entristece, pues aún está pequeño para comprender la increíble ascensión y la estrepitosa caída de su abuelo, el invencible Kid Pambelé: “El abuelo a veces se porta bien y a veces mal. Cuando se porta bien nos regala Bon Bon Bum”. ¿Y cuándo se porta mal? ¿Cuánto tiempo más te vas a portar mal Antonio Cervantes?

Zamudio con Z

¿Y para qué decirles que madrugo? Les estaría mintiendo. Y yo nunca digo mentiras. Mi cuerpo necesita largas horas de sueño y descanso, después de todo, no es fácil atender a 300 personas cada día. Mi rutina empieza a las 10 a.m. Me levanto, tomo una ducha, desayuno y salgo a hacer compras. Mi mañana empieza en la Plaza Minorista, donde elijo el cerdo de mis chuzos. Pero no siempre fue así. Cuando dejé mi hogar a los 13 años, viajé a Santa Rosa, donde diariamente madrugaba a ordeñar las vacas. Digo de paso que soy de Angostura. Y que mi nombre es Edison Zamudio Porras. Zamudio con Z. Tengo 33 años, la edad de Cristo; y vivo en el barrio Aranjuez de la ciudad de Medellín.

No soy muy bueno cocinando, pero vendo chuzos de $1.500 con papita en el parque de los Alpes, en Belén. Ya llevo 3 años y cuatro meses acá paradito, al frente de la cancha donde todos los días, salen cansados y sudados mis mejores clientes. Porque a mí no me gusta el fútbol, ¡yo no gasto boletas! Si me toca escoger, escojo el Nacional. Pero le agradezco a la pelota que deja los jugadores cansados y con hambre, y que llenan sus barrigas con mis chuzos y papitas.

¿Qué cuántos chuzos hago a diario? Negativo, eso nadie lo sabe. Pero con lo que gano sostengo mi hogar, conformado por mi madre, mis 3 hermanos y yo. En mi casa no hay mascotas, pero no quiere decir que no me gusten los animales. Yo ordeñaba vaquitas, recuerden. Y ahora que lo pienso, ha pasado tanto tiempo…


La falta de oportunidades, la vida en un pueblo y la necesidad de sustento diario, me impidieron terminar el colegio. Aún así, he sobrevivido y aprendido a salir adelante. Llegué a los Alpes a trabajar en una panadería. ¡Pero no fue mi primera vez! Llegué a Medellín a mis 18 años, y lo primero que hice fue montar una panadería. Y todo iba bien, hasta que las desgracias llegaron. Porque así es la vida, te sonríe y te golpea. Mi hermano fue asesinado, me fui a la quiebra y volví al pueblo…

Vuelo al Sur

Mi perro me miraba sin entender y el timbre de mi casa sonaba. Llegaban mis amigos para acompañarme al aeropuerto. A las 2:45 p.m. salimos, ellos volverían en unas horas, y yo en unos meses.

Era el 23 de enero de 2013 a la 1:30 p.m. y el vuelo salía a las 6:00 p.m. Estaba empacando y los nervios se trasladaban a la maleta, donde ya no cabía nada. Shampoo, acondicionador, ropa interior y de verano. Chaquetas, secador de cabello, cargador del computador. Era increíble pensar que me iba de mi casa. Que me iba tanto tiempo. “Hay que pesar la maleta”, me dijo mi mamá, “si pesa mucho no te dejan llevarla”. Pero más que el peso de la maleta, era el peso que sentía en el pecho.

En el fondo de mi corazón siempre quise esta oportunidad. Siempre deseé volver a Argentina, y recorrerla como nunca pude cuando tenía 15 años. Siempre quise estudiar en otro país, para probarme a mí misma de lo que era capaz. Pero entonces, ¿por qué el miedo? Respiré profundo y nos fuimos. 45 minutos de carretera y muchos nervios.
Llegué al puesto de LAN, entregué mi maleta y me senté con mis amigos. Mi mamá, que siempre ha sido tan fuerte, lo fue aun más este día. Le esperaban meses de soledad (pues solo vivimos nosotras dos) y llamadas por Skype, y a mí me esperaban muchos domingos sin sus almuerzos y su compañía.

Tomé chocolate, miré la hora mil veces, caminé de arriba abajo, me tomé muchas fotos, recibí llamadas y lloré. Lloré de tristeza y de alegría. Lloré de nervios y de emoción. Llore como niña y como adulta. Y entonces llamaron mi vuelo.
Y llegó uno de los momentos que más detesto: la despedida. Uno por uno de mis amigos (eran cinco) me dieron un abrazo y me desearon buena suerte. Mi mamá me abrazó y me dio la bendición. No hay amuleto, no hay cábala igual. Y a todos les dije adiós.

Y seguí adelante, entré a sala de espera, hice una larga fila, ingresé al avión y me abroché el cinturón. “Señores pasajeros, les habla su Capitán. En nombre de LAN les damos la cordial bienvenida a su vuelo con destino a Córdoba”. Y en ese momento lo supe. Fui consciente. Paré de llorar. Este deseo tan grande, este sueño que había tenido por tanto tiempo, por fin se estaba realizando.